SABIDURÍA ANCESTRAL RECOGIDA
DE LOS CUENTOS

Desde mi más tierna infancia, me contaron cuentos.

Por supuesto que me los contaron.

Al fin y al cabo, contar cuentos a los niños es una de las bases que transforman a las primeras experiencias en una infancia.

Pero cuando pienso en los primeros años de mi vida, me sorprendo de la cantidad de cuentos que mis oídos infantiles escuchaban.

Mientras que a otros niños de mi edad les contaban cuentos para divertirse, mis padres (y la gente con la que se relacionaban) relataban aquel interminable torrente de cuentos por un motivo distinto.

En su opinión, los cuentos - y la capacidad de contarlos - formaban parte de una antigua alquimia... una forma de procesar ideas complejas, de resolver problemas y de desarrollar la mente humana.

Mi padre, el escritor y pensador Idries Shah, creía que el folclore era el paso hacia adelante más importante jamás desarrollado por la raza humana. En su opinión, el surgimiento de los cuentos fue tan importante como el desarrollo de las lenguas en las que se contaban.

Decía que, sin los cuentos y la narración de historias, la humanidad nunca habría evolucionado del modo en que lo ha hecho, y que los cuentos populares, que constituyen la base de las sociedades antiguas, son más valiosos que cualquier artefacto físico desenterrado en una excavación arqueológica.

A medida que pasaban los años de mi infancia, no me preocupaba por descubrir las capas ocultas en los tesoros de historias, lo que mi padre llamaba "manuales de instrucciones del mundo". Como lo hacen todos, yo simplemente absorbía cada uno de los cuentos, deleitándome con ellos.

Y eso es todo: el punto clave, el genio de las historias y la narración.

Es algo que sólo comprendí en la edad adulta... algo que me fascina hasta la médula.

Del mismo modo que puedes subirte a un coche y conducir por todo el país sin pensar en el motor o en cómo funciona, puedes apreciar los cuentos sin comprender las capas ocultas y los dispositivos que las convierten en lo que son.

Los cuentos están a nuestro alrededor.

Están en la televisión y las películas que tanto adoramos, en los videojuegos a los que jugamos y, por supuesto, en los libros que leemos. También están en periódicos y revistas; en las conversaciones que compartimos con viejos amigos y con otros nuevos. Están en nuestros teléfonos móviles, en los aviones, en los submarinos e incluso en nuestros sueños.

Nuestra obsesión con, y nuestro anhelo por, los cuentos tiene dos orígenes: uno es debido a la manera en que nos perdemos en ellos, absortos; y la otra es que necesitamos preocuparnos constantemente cómo y por qué funcionan.

A lo largo de mi vida, he dedicado cada vez más tiempo a recopilar cuentos de todos los rincones del mundo. Comenzó al final de mi adolescencia, cuando empecé a recorrer los continentes, alimentado por un loco interés por el folclore. Desarrollé un romance de primera mano con las sociedades que, a lo largo de milenios, dieron origen a sus propias y asombrosas tradiciones de historias y narraciones.

La mayoría de las veces, cuando leemos o escuchamos cuentos, olvidamos que han sido moldeados por el paso del tiempo. Como guijarros en un río, alisados por las aguas caudalosas, fueron perfeccionados a lo largo de aquellos siglos cuando fueron contados y recontados.

Cuando yo tenía doce años, mi padre publicó una obra maestra, World Tales. La primera edición era muy grande y contaba con cientos de ilustraciones originales. El libro no se parecía a ninguno anterior, pues detallaba la procedencia y la historia de cada cuento narrado.

Una noche, a la hora de acostarme, me regaló una copia preliminar. Desde que yo tenía uso de razón, mi padre me había hablado del proyecto.

Tener por fin un ejemplar en mis manos inspiraba una emoción indescriptible.

Mirándome severamente, mi padre dijo:

“Esto es mucho más que un libro, Tahir Jan. Es la primera piedra de un gran edificio... un edificio que es la cultura humana. A medida que crezcas y salgas al mundo, comprenderás que los folclores contenidos entre las tapas de World Tales han aportado diversión y educación, y han resuelto problemas cuando más se necesitaban.”

Mi padre tenía razón.

Cuando finalmente me adentré en las tierras salvajes del mundo por primera vez, descubrí por mí mismo las historias contenidas en World Tales, junto con muchas otras. Tal como él decía, las historias publicadas en su tesoro eran los hilos de la urdimbre y la trama de la sociedad. Los cuentos son la matriz en la que se basa la propia cultura, un marco que permite que la vida cotidiana continúe con la fluidez que lo hace.

El mundo occidental parece asumir que las historias deben aparecer de determinadas maneras regimentadas, presentadas con un principio, un nudo y un desenlace bien definidos. Ya sabes a qué me refiero: el protagonista que gana contra todo pronóstico y un final feliz para todos.

En la antigua tradición de cuentos enseñantes, aquella que durante una eternidad resuena alrededor de fogatas en el desierto y en chozas dentro de las entrañas de la selva, no existe tal estandarización.

Más bien, suele haber una mezcolanza de hilos contradictorios: historias sin una narrativa lineal directa, pero con una turbulencia subyacente que hace que el lector – o la oyente – s pare sus antenas y piense.

En la Fundación Scheherazade nos preocupa la forma en que podemos extraer conocimiento de los cuentos, ya sea deliberadamente o de forma menos estructurada.

Tenemos la firme opinión de que la mejor forma de presentar los cuentos es aquella en fueron transmitidos de una generación a otra a lo largo de la historia de la humanidad.

Curiosamente, algunos cuentos parecen ahora anticuados porque el vocabulario y los estilos de escritura han cambiado. Pero el hecho de que parezcan anticuados es de gran interés: la prueba de la forma en que las historias cambian y evolucionan constantemente de una época a otra.

A lo largo de los últimos treinta años, he recopilado cientos de cuentos en mis propios viajes, la mayoría de ellos vertidos directamente en mis oídos por narradores y compañeros de viaje, por ancianos en medio de la nada y por cualquier otra persona lo suficientemente buena como para complacer mis súplicas.

En todas esas aventuras zigzagueantes, una historia sobresale, tentándome cada vez que le doy vueltas en mi cabeza.

Se llama "El hombre que se convirtió en gato".

La razón por la que lo menciono aquí no es porque fuera un cuento especialmente bonito, sino más bien porque afectó a mi forma de percibir el mundo desde que lo escuché.

Fue como si yo fuera una cerradura y, al oír el cuento, me hubieran introducido una llave y la hubieran girado.

Desde que lo recibí por primera vez, nunca he vuelto a ser el mismo y mi estado de conciencia ha dado un vuelco total.

El compañero de viaje que relató "El hombre que se convirtió en gato" estaba perdido en la sombra, y apenas un fragmento de su mejilla izquierda asomaba tímidamente a la luz.

Estábamos sentados en divanes bajos, en una casa de té de la antigua ciudad afgana de Herat.

Una vez susurrado el relato, me senté en silencio.

“¿Qué me has hecho?", pregunté tras una larga pausa.

El amigo viajero esbozó una media sonrisa.

“No he hecho nada”, respondió. “Es la historia la que te ha afectado, una historia que yo mismo oí por primera vez cuando era niño y jugaba en los huertos de Balkh."

Al mirar hacia la sombra, mis ojos se abrieron de par en par.

“No entiendo”. dije débilmente. “Al fin y al cabo, no es un cuento especialmente grandioso. Ni siquiera había un genio".

La boca del viajero salió lentamente de entre las sombras.

Muy despacio, sonrió.

“Los cuentos que contienen el mayor sustento para el alma hablan con la voz más suave", dijo.

Tahir Shah